Esta semana han salido los datos de la Encuesta de Población Activa (EPA) en referencia al desempleo en España a finales de 2013. Comparando los datos con respecto a finales del año 2012 se observa que la población activa ha descendido en 267.900 en 2013 y se sitúa en 22.654.500, lo que significa una disminución enorme de la capacidad potencial del país y se ve reflejada en una pérdida de 198.900 puestos de trabajo en los últimos 12 meses. Este mismo comportamiento se aprecia en la afiliación a la Seguridad Social que acaba el año con 85.041 ocupados menos. Estas cifras dejan el número de ocupados en 16,7 millones.
Sin embargo, la EPA nos dice que a finales de 2013 hay 65.000 personas sin empleo menos que el año anterior, alcanzando los 5.896.300 el número de desempleados. Este comportamiento se puede explicar por tres estadísticas claves: el número hogares con todos sus miembros en paro, la evolución de la cobertura por desempleo y la emigración.
En este sentido, los hogares que tienen a todos sus miembros activos en paro se incrementa este trimestre en 24.600 hasta un total de 1.832.300. Este drama se acentúa si tenemos en cuenta que en noviembre de 2013 tan sólo 2.801.262 personas reciben prestaciones por desempleo.
Tal es la situación que 700.000 españoles han abandonado el país entre 2008 y 2012, de los 2.186.795 personas en total que se marcharon entre el 1 de julio de 2008 y el 1 de julio de 2013 según los datos oficiales.
Esta altísima tasa de desempleo, que además de generar dramas individuales y familiares de difícil solución, provoca daños de consideración a la economía del país. Un país que no es capaz de canalizar de forma eficiente la formación y experiencia de su capital humano acaba por erosionar sus propias capacidades y mengua las posibilidades de desarrollo económico a medio y largo plazo. Miles de jóvenes están emigrando en búsqueda de trabajo, entre ellos investigadores e ingenieros altamente cualificados. La descapitalización que esto supone tendrá un impacto muy negativo sobre el futuro del país.
El desempleo estructural de la economía española encuentra parte de su motivación en la nula planificación que desde el gobierno se ha efectuado sobre la economía española. Si bien en una economía de mercado el Estado no decide qué producir, qué consumir, y cómo asignar sus recursos, sí debe regular de forma eficiente para que cada uno de los agentes tenga incentivos a tomar decisiones en base a un plan a largo plazo. Por poner algunos ejemplos: las deducciones a la compra de vivienda en plena época de la burbuja inmobiliaria se pueden entender como un incentivo perverso; las subvenciones a las energías renovables que ponían las bases a un crecimiento sostenible se pueden entender como un incentivo positivo. Los impuestos verdes, que dirijan a las empresas a ser más sostenibles, son otro ejemplo de cómo los Estados pueden incidir en la toma de decisiones de los agentes.
La economía española de los años previos a la crisis ha basado su crecimiento en el fuerte aumento de la demanda interna impulsado por el endeudamiento externo. El cambio del modelo productivo pasa por la potenciación de actividades con menor apalancamiento que a su vez generen un mayor valor añadido.
Los sectores de futuro, si son reconocidos y se apuesta por ellos, pueden situar a las empresas del país en la esfera global. La tecnología de la información y comunicaciones (TICs), cuya demanda mundial supone un valor de 2 billones de euros; las energías renovables, que reducen la dependencia energética del exterior de una forma sostenible, y que junto con la rehabilitación energética de edificios, la edificación sostenible, y aislamiento de edificios, es un sector capaz de absorber gran parte de la mano de obra que se ha quedado fuera de la construcción, son ejemplos de ello. En una Europa que está apostando por una salida vía exportaciones cobra aún mayor importancia una reindustrialización basada en innovación tecnológica y eficiencia energética generadora de productos con alta incorporación de I+D.
Es preciso basar el crecimiento en el conocimiento e innovación, lo cual requiere un impulso extraordinario que debe de ir desde la educación en las escuelas hasta los incentivos para hacer de la carrera de investigador un destino prestigioso. Esto no tendría sentido si no fuese acompañado de una industria innovadora, capaz de adaptarse a los cambios con rapidez. El papel del estado debe de ser el de facilitador de un ambiente propicio para que este salto pueda producirse: apoyo a los emprendedores (cuotas de autónomos, capital semilla), apoyo a la innovación (coordinación entre centros de innovación a escala nacional, universidades e industrias), incentivos fiscales sólo para empresas que cumplan determinados requisitos económicos, sociales y ambientales, etc.
Además es preciso considerar las políticas sociales como una inversión, no como un gasto, y fomentar ésta inversión en sectores públicos y privados necesitados de empleo como lo son la sanidad, los servicios sociales, servicios a la dependencia, las escuelas de infancia y los servicios domiciliarios, que generarán un tejido empresarial asociado al bienestar.
Para finalizar, hay que tener en cuenta que las cuantiosas inversiones públicas en infraestructuras, educación y sanidad en los últimos treinta años han llevado al país a un nivel de desarrollo que nos permite afrontar los problemas actuales con optimismo.
José González | @Jose_MGL | Economista
Publicado en debate21.es